lunes, 1 de diciembre de 2014

El juez poscolonial


                                                                                                                        Víctor  Trionfetti                                                                   
Un juez resuelve los problemas de la sociedad donde vive; de alguna forma, más cercana o más lejana, ese juez resuelve cuestiones que lo involucran, que lo interpelan, que lo circundan.
Aunque no lo sepa, aunque sea indiferente, aunque su necedad lo proteja de percibir al prójimo, los jueces son personas situadas en un tiempo y un lugar colectivo. Ese juez, esa jueza, por supuesto.
                ¿Cuáles son las visiones del mundo, los criterios hermenéuticos, los compromisos de estos jueces? Hay muchas y diferentes clases de jueces y juezas.
Me voy a centrar en describir un tipo ideal de juez al que voy a llamar poscolonial. Es un juez ideal, pero no imposible. Hoy en día, hay en nuestro país jueces y juezas que tienen los rasgos del juez poscolonial. Debería haber más; para eso se requieren nuevos planes de estudios y nuevas formas de concursos judiciales. Los cambios necesarios y más importantes no existen y no se avizoran en lo inmediato.
Este artículo se inspira en el pensamiento de Calamandrei cuando enseñó que “no basta que los magistrados conozcan a la perfección las leyes escritas; sería necesario que conocieran perfectamente también a la sociedad en que esas leyes tienen que vivir”.[1]
                El primer elemento que caracteriza al juez poscolonial es su lectura del mundo. Esa lectura modifica sustantivamente su emotividad, formas de comprender y define la cartografía de sus compromisos.
                El segundo elemento que define al juez poscolonial es el de estar hermanado con los problemas, desafíos e historia de la región de Latinoamérica.
                El juez poscolonial argentino tiene en claro la pretensión de los vencedores por presentar la historia como una epopeya, ocultando la violencia originaria de la etapa fundacional y los auditorios excluidos o exterminados. Sabe de la violencia histórica contra las clases populares, de los golpes de estados acompañados por acordadas judiciales vergonzosas, sabe de la dictadura cívico-militar genocida, de los proyectos neoliberales en la región, con millones de sueños y de vidas derribadas por ese pensamiento.
 No está comprometido con las instituciones, está comprometido con las personas. Pero va más allá. Su compromiso es con el ser y por eso incluye al mundo biofísico, porque sin éste, no hay persona ni generaciones futuras.
El juez poscolonial también se compromete con el Derecho, pero lo hace de una manera especial. No con cualquier derecho, sino con las normas que desde el vértice más eminente de la estructura deóntica defienden al ser. Porque el juez poscolonial está comprometido con los Derechos Humanos. Lee inercialmente el Derecho de arriba hacia abajo pues su trabajo es auditar la validez. Y validez es vigencia de la jerarquía de fuentes. Fuentes que hoy defienden al ser y no cualquier jerarquía.
Trabaja a diario para que lo instituido ceda paso a lo instituyente.
El juez poscolonial sabe que los hombres viven en mundos de segunda mano[2], advierte que sabe mucho más de lo que ha experimentado personalmente y que su propia experiencia es la mayor de las veces indirecta, que la calidad de su vida está determinada por los significados que ha recibido de otros; que los hechos sólidos no son accesibles sino a través de relatos; sabe que su experiencia es seleccionada por significados estereotipados y modelada por interpretaciones prefabricadas.
El juez poscolonial sabe, y está alertado y alerta, de que sus imágenes del mundo y la de sí mismo le ha sido dada por multitudes de testigos que jamás ha visto y que jamás conocerá. Pero por ser poscolonial, sabe -y siente- que no es prisionero de esa situación sino que es la base misma de sus posibilidades y de su sentido. Ha logrado derrotar la narrativa que le sustrae la capacidad de autoestima.
El juez poscolonial comprende que los significados organizan nuestro conocimiento, que ellos conducen de manera habitual nuestras percepciones más superficiales, generan prejuicios y los fijan y establecen cómo decidimos algo cotidiano o la trayectoria de toda una vida. Porque como indica Mills al referirse a lo que él denomina aparato cultural, “cada hombre depende progresivamente de los puestos de observación, los centros de interpretación y los depósitos de información que se establecen en la sociedad contemporánea[3].
El juez poscolonial cuenta con sólidas defensas contra el malinchismo. Es un juez plural, sólo que no es idiota porque sabe que no hay, como dice Primo Levi, vanidad mayor que esforzarse en tragarse entero los sistemas morales fabricados por los demás, bajo otros cielos.
Por todo esto, el juez poscolonial lucha diariamente contra el sentido común, que es básicamente conservador y que actúa como naturalizador de las diversas opresiones.[4]
El juez poscolonial lucha contra el sentido común que obstaculiza los procesos colectivos emancipatorios, que modela subjetividades de unos y de muchos. Porque el juez poscolonial sabe que la lucha por el derecho es, ante todo, una lucha cultural, una lucha de significados.
El sentido común es un elaborado artilugio social que, a partir de un conjunto de creencias, organizan de modo predominante las relaciones intersubjetivas que quedan sustraídas de todo tipo profundo y radical de cuestionamiento, produciendo certidumbre y previsibilidad. Es decir, reproducen y legitiman un orden social.[5]
El sentido común también ordena los hechos sociales y, por lo tanto, se vincula con la memoria y con la pautas de valoración.[6] El sentido común es una auténtica fábrica de sonámbulos semióticos: se mueven, pero duermen.
Bourdieu,[7] nos recuerda que los dominados siempre contribuyen a su propia dominación y que, las disposiciones que los inclinan a esta complicidad, son también efecto incorporado de la dominación. Marx expuso esto a través del concepto de alienación.
La violencia simbólica es una forma de coacción que no puede ejercerse si no se cuenta con la complicidad activa, lo cual no significa consciente y voluntaria, de aquellos que la padecen[8] y que están determinados, porque están privados de una libertad fundada en una toma de conciencia auténtica y no inoculada.
La lucha primordial del juez poscolonial es respecto de las pautas de lectura y escrutinio jurídico que se le han enseñado y que en forma permanente lo interpelan para que las acate. Sabe que la hermenéutica, como explicó George Steiner, comparte fronteras con la ética.
Huye de las lecturas axiomáticas, memorísticas y apoyadas en la falacia de autoridad. Ese sedimento discursivo es regurgitado una y otra vez en novedosos y anacrónicos posgrados.
 El juez poscolonial es inmune a esos relatos y a los discursos montados por los que estafan con el progresismo y con una supuesta actitud crítica, que es sólo un frontispicio opaco que adorna lo que el adorno oculta, es decir, la nada.
El juez poscolonial se rebela contra ese orden consolidado y sin sorpresas producto de esa “complicidad originaria entre las estructuras cognitivas y las estructuras objetivas que las producen”.[9] Su combate tiene entre sus oponentes más inmediatos los significados establecidos por los “agentes involucrados en el campo universitario, en cuyas filas se forman casi inevitablemente aquellos que, escribiendo sobre el poder –e incluso sobre la “servidumbre voluntaria”- se piensan espontáneamente como excepciones de sus propios análisis”.[10]
El juez poscolonial está erguido y protegido de los guardianes del saber, de los troqueladores de la realidad, de aquellos límites “dentro de los cuales se recluyen los cultores de una (verdadera o pretendida) ciencia, cuando quieren erigirse en cultores de un saber que ellos entienden puro y cristalizado posiblemente in aeterno, y buscan protegerlo de lo otro, o sea de todo lo que está más allá del límite y podrían perturbar el pacifico sueño de quien está de este lado del límite”.[11]
 Enseña derecho logrando superar el  patoviquismo académico. Porque como se ha dicho: “Cosas de este tipo acaecen, con toda probabilidad en todos los ramos del conocimiento en los cuales se incrustan castas académicas, concursos universitarios, empresas editoriales, distribuciones de dinero y de prebendas de la más diversa índole […] y allí se encierran con triple llave, resistiendo impávidos el canto de las sirenas que llaman a otras tierras, otros mares, a otros pensamientos y a otras aventuras de la mente”.[12]
El juez poscolonial se puede permitir enseñar derecho porque lo práctica. Su profesión no transcurre en un gabinete. Oficia de artesano en resignificar el conflicto, si ello es conducente, o en exponerlo con crudeza, cuando la impunidad lo ofende; y todos los días se enfrasca en esos problemas humanos sin intentar mirarlos como si estuviesen en un tubo de ensayo.
El juez poscolonial comprende que lo que debe resolver, la mayor de las veces, trata del dolor. Por eso su enseñanza es vital y no de rebuscada fórmula. No hace de la investigación un “paper”, sino una transformación de la realidad concreta. Está en el mundo, no en el simposio.
El juez poscolonial jura por una Constitución que, aun con muchas deudas pendientes, dejó de ser un texto que permita la crueldad. Prefiere interpretar que nuestra Constitución ha neutralizado su liberalismo decimonónico y que nunca fue neoliberal.
 El neoliberalismo, como bien lo sabe el juez poscolonial, no puede ser confrontado y debatido como una teoría económica, sino como un discurso hegemónico vanguardia de un modelo civilizatorio.[13] Logra descubrir que el neoliberalismo es una síntesis, una condensación que expresa los presupuestos y valores de una sociedad liberal moderna en torno al ser humano, a la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el conocimiento y la buena vida.
Por eso, el juez poscolonial, tiene como estrategia no confrontar las propuestas neoliberales desde el campo económico, porque incluso esta disciplina, la economía, asume en lo fundamental la cosmovisión liberal. Ese discurso, sólo tiene una topografía privilegiada: el mercado. El juez poscolonial tiene otra cartografía que lo lleva a la defensa del ser y elude o subordina al inframundo el bazar de las transacciones.
El juez poscolonial sobradamente comprende que el pensamiento liberal, avalado por uno de sus hijos, el pensamiento científico moderno, ha contribuido profundamente a la naturalización de las relaciones sociales.[14] Percibe que la sociedad llamada hoy “moderna” busca ser impuesta como si fuese la expresión de tendencias espontáneas, naturales del desarrollo histórico de la sociedad. Esa sociedad sería un punto de llegada, un modelo civilizatorio único, globalizado y universal que, incluso, hace innecesaria la política en la medida que no habría alternativas posibles a ese modo de vida.[15]
El juez poscolonial recorre las góndolas del saber pero es un comprador crítico y selectivo. Está prevenido de que adentro de la apelmazada y caótica bolsa de saldos de jurisprudencia extranjera –el fallo Marbury es un buen ejemplo- la fuerza hegemónica del pensamiento neoliberal y su capacidad de presentar su propia narrativa histórica como el conocimiento objetivo, científico, universal y correcto, además de ofrecer su visión de la sociedad moderna como la forma más avanzada de la experiencia humana, está sustentada en condiciones histórico-culturales específicas.[16] El juez poscolonial no sucumbe ante la capacidad primordial de esa narrativa de presentarse y constituirse en el sentido común de la sociedad moderna.
Conoce la existencia de un tipo de relato que auspicia que la filosofía nació en Grecia antigua, pero también contrasta esa narrativa con aquella que nos refiere que en tiempo precolombinos “…los indígenas recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda de Aristóteles[17].
Comprende que la historia de América no es de evolución sino de explotación, de exterminio y de significados prestados y por eso busca lo auténtico en el ser y no “detrás del telón de los utensilios”.[18]
Por eso el juez poscolonial se sabe sujeto situado, pero se sabe también sujeto erguido.
El juez poscolonial tiene la robustez intelectual y moral para confrontar con una sociedad en donde el conflicto es un epifenómeno de la polisemia, de la desigualdad y de auditorios aun no convocados a contar su historia. Está predispuesto, en la medida de sus fuerzas, a que esos conflictos no se vuelvan radicales ni destruyan la circularidad de los sentidos. También intenta legitimar aquellos auditorios cuyas voces no encuentran justicia.
El juez poscolonial despliega una actividad orientada a socavar las naturalizaciones y lo universal, cuando estos dispositivos “se nutren de la imagen de los antepasados sometidos y no del ideal de los nietos liberados”.[19] Tiene por oficio deconstruir esos montajes para empoderar a los hundidos.
El juez poscolonial es consciente, lucidamente consciente, de las marcas ficcionales que por sucesivas separaciones y clasificaciones han definido lo que se llama “lo real”.[20] Está al tanto de la genealogía de los diferentes nichos que se denominan “saberes” y de la articulación de éstos para la organización del poder, especialmente en las relaciones centro/periferia y como, a través de estas se constituye “el mundo”.
El juez poscolonial logra apreciar la fisura ontológica que estableció la modernidad eurocéntrica entre lo biofísico, lo humano y lo supranatural; sabe que esa hendidura no existía en el saber de los pueblos precolombinos. Por ello logra reconocer, o al menos vislumbrar, las profundas diferencias, además de las históricas, que nuestro actual sistema jurídico tiene con el sistema jurídico que sirve de espejo en la enseñanza de las academias y universidades, donde términos como eficiencia, costo, ponderación, etc., enmalezan la comprensión de los fenómenos jurídicos. Sabe que lo económico está subordinado a lo político y no altera esas premisas.
Puede ver en los relatos de occidente el fundamento de las formas particulares de conocer y del hacer tecnológico. El primero de esos grandes relatos es judeo-cristiano y produce una separación sustantiva entre Dios (lo sagrado), el hombre (lo humano) y la naturaleza. Dios creo el mundo, de manera que el mundo mismo no es Dios, por lo tanto el mundo no se considera sagrado, a diferencia del hombre que fue hecho por Dios a su imagen y semejanza. Se instaura, así, la legitimación del hombre sobre el mundo. El hombre señor de la naturaleza.[21] Notable, porque a diferencia de la mayor parte de otros sistemas religiosos, las creencias judeo-cristianas no contienen inhibiciones al control de la naturaleza por el hombre. Los pueblos originarios de América no tenían esa visión antropocéntrica utilitaria.
Al juez poscolonial le consta que ese relato se refuerza con la Ilustración y con el desarrollo de las ciencias modernas cuando se sistematizan y multiplican las separaciones anteriores (lo divino, lo humano y lo natural). La ruptura ontológica entre razón y mundo quiere decir que el mundo ya no es un orden significativo, está expresamente muerto.[22]
Es un mundo sin espíritu, sólo poblado de conceptos y representaciones de la razón, un mundo que calcula, que cuenta, que contabiliza.
El juez poscolonial nota, que sólo sobre la base de estas separaciones, es concebible un tipo muy particular de conocimiento que pretende ser des-subjetivizado y con pretensiones, por lo tanto, de resultar objetivo y universal. Separaciones que se radicalizan con una creciente escisión entre la población general y el mundo de los especialistas y expertos. Hoy en día, esa escisión es más profunda con los monopolios de opinión y de construcción de sentido, multimedios, que como un ejército de ocupación semiótica intentan conservar y definir lo que es sentido común y norma, por vía de saturación y simplificación de mensajes.[23]
 Hoy casi todo se conoce a través de la sintaxis del jingle o en 144 caracteres. Mayor profundidad paraliza. En el derecho, ese mundo muerto se expresa en la formalización, en las teorías resuelveproblemas, como si con una pipeta deóntica y unos cuantos conectores lógicos se pudiera dar cuenta de todas las texturas, nervaduras y pliegues de los conflictos jurídicos y del dolor que contienen.
El juez poscolonial conoce del mal absoluto por Auschwitz y del holocausto judío, pero también sabe que los genocidios no se han detenido y que comprenden diferentes latitudes; sabe de Hiroshima y Nagasaki, del agente naranja, del napalm, de Guantánamo y de Abu Ghraib; sabe del Plan Cóndor, del CDC Olimpo y de los vuelos ominosos. Sabe, además, que la pobreza estructural, también puede ocultar un genocidio sólo que se naturaliza porque a los pobres no los matan las bombas o machetes, sino la miseria que se nota poco desde una burbuja de opulencia.
El juez poscolonial sabe que no hay una ciencia objetiva, una moral universal o una ley autónoma.
Sin embargo, no es un relativista recalcitrante. Porque el juez poscolonial valora el ser. Pero está prevenido de construir algo universal desde una experiencia particular, porque eso es lo que ha impuesto el eurocentrismo. El juez poscolonial tiene como utopía la convergencia de las singularidades pero no los universalismos no-universales, que son siempre excluyentes y crueles, pues su plataforma termina siendo lo absoluto y construyendo, de esa forma, a los “Otros”, es decir, los prescindibles, los enemigos, los que no son humanos.
El juez poscolonial sabe que la existencia del derecho individual en su génesis lockiana fue negar el derecho colectivo.[24]
El juez poscolonial sabe que frente a los aborígenes el derecho subjetivo es un artilugio para privar de derecho.[25] Ello es así porque el indígena no puede mantener su propio orden ya que no tiene ningún sitio, salvo que se muestre dispuesto a abandonar completamente sus costumbres y deshacer enteramente sus comunidades para conseguir integrarse al único mundo constitucionalmente concebible, es decir, atado al derecho de autonomía individual y de propiedad privada. Es lo que en el ámbito cultural se denomina universalismo excluyente: para establecer un orden de derechos universales de los seres humanos, hay que negar el derecho de la mayoría de ellos[26] (70 millones de indígenas fueron exterminados en la conquista de América).
El juez poscolonial argentino comprende que dentro del proyecto eurocéntrico y norteamericano, nos fue asignado el papel de país agroexportador periférico, construido no con la dialéctica de civilización o barbarie, sino con la barbarie de la civilización. Por ello, la reforma constitucional de 1994 tomó nota, con vergonzoso atraso, de un auditorio omitido en la etapa funcional de la organización político-jurídico de la Nación: los pueblos originarios.
El juez poscolonial tiene en claro que el preambular “Nos los representantes del Pueblo” sólo incluyó a los varones, ricos, alfabetizados y blancos. Un nicho enunciativo desde el cual se ocluyó al resto de los auditorios para decidir los fundamentos de la Patria. Violencia fundacional diría Benjamín.
El juez poscolonial se percata de las imágenes que le arroja el lugar en donde vive, de sus contrastes y desigualdades; sabe de aquellos que lo único que tienen para vender es el hueco de su mano.[27]
El juez poscolonial presta mucha atención a la Historia. Sabe que con ella se modela la memoria y la identidad colectiva; con la Historia se carga de significados nuestra vida y se legitiman proyectos diversos. Por eso sabe que la Historia Universal no es la historia de Europa. Conoce el Angelus Novus y el huracán que llamamos progreso. Pero tiene energías suficientes para creer en la transformación de los privilegios en derechos y en los proyectos colectivos regionales, emancipatorios y populares.
 Como enseñara Franz Fanon, el juez poscolonial sabe que estar dominado no significa estar domesticado.
El juez poscolonial, muy lejos de adaptarse al mundo, intenta transformarlo; siente que de lo contrario traicionaría su juramento, aquel que lo comprometió ante normas que buscan una facticidad menos cruel y una sociedad inclusiva. Agradece a Freire por haberle señalado que el mundo no es, que el mundo está siendo; eso le da esperanzas y fuerzas. Se sabe sujeto condicionado, no determinado, por eso cree en algo que siente y que llama justicia.
El juez poscolonial es un juez presente en el tribunal. Está fenomenológica y jurídicamente en el tribunal. Combina compromiso con capacidad técnica. Conoce los procesos en que le toca decidir desde la etapa introductoria y por eso puede gestionarlos. Es defensor de la oralidad porque lo acerca al problema humano, al conflicto y le permite, en ese formato dúctil que son las audiencias, mostrar y demostrar; corregir y ser corregido; sentir, mirar, guardar silencio para oír; oír para escuchar.
Tiene incorporado eludir la brutalidad de los esquemas y no sucumbe ante el señuelo de la simplicidad. Sospecha que la verdad es una decisión, no una constatación y cree en la igual dignidad de las diferencias.
Es consciente de la necesidad de registros fieles en el proceso y de que cada acto procesal que se registra siempre omite algo. Le preocupan esas pérdidas acumulativas de experiencias y por eso intenta conjurarlas con su inmediación.
Tales jueces, los poscoloniales, saben que en el proceso no todo puede ser expresado, que las personas vulnerables tienen diferentes vallas que traicionan y desdibujan la forma en que podrían comunicar su dolor; el juez poscolonial sabe que ese problema también parte de él mismo y su visión de clase, de su comodidad de vida y de las circunstancias amables que rodean su cotidianeidad y que provocan, muchas veces, abismos de insensibilidad, de falta de atención, de desinterés y hasta de pereza en escuchar “los mismos problemas de siempre”, problemas que nunca son iguales pues le suceden a personas concretas; no hay homogeneidad en el sufrimiento. Por eso el juez poscolonial asume que su camino profesional tiene por desafío inclaudicable no deshumanizarse. Porque si eso ocurre, dejará de ser un verdadero juez.
El juez poscolonial comprende que los vulnerables no pueden ser oídos, no porque no tengan voz, sino porque carecen de espacio de enunciación. Esas subjetividades tienen ante sí un muro institucional que las bloquea. Esta situación demanda que el juez poscolonial busque enérgicamente descentrar su posición hermenéutica ortodoxa para aprehender los problemas desde el punto de vista de quienes tienen censurado, social e institucionalmente, la exhibición de su dolor y porque, como dice Freire, generalmente los “dueños del mundo sólo se ven a sí mismos”.
El juez poscolonial opta, como los viejos médicos, por ver y hablar con los pacientes y no basarse exclusivamente en un diagnóstico de imágenes, interfaces y vademécum. Tampoco renuncia a los adelantos técnicos, pero no son su fetiche.
El juez poscolonial tiene muy presente las reglas de competencia y evita los excesos verbales y los paternalismos insuflados, pero cuando considera justo el reclamo de un vulnerable no se detiene en la declaración de certeza jurídica, sus dispositivos apuntan a que la declaración del derecho cuente con herramientas para lograr una transformación del estado de cosas que constata injustas y no es –en absoluto- esa clase de “juez que, para salvar la jurisprudencia, está dispuesto a que los inexorables engranajes de la lógica destrocen a un hombre vivo”.[28] No debería sorprender esto de la Justicia, pues al lado de la mano que sostiene la balanza hay otra que empuña la espada.
El juez poscolonial entiende por validez la fuerza normativa de la Constitución y de la costumbre internacional. No se pregunta acerca de si es posible el control de constitucionalidad de oficio, ya resolvió ese interrogante cuando decidió jurar por la Constitución. También persevera en el control de oficio de convencionalidad.
Sabe que aquel juramento está inexorablemente atado a su responsabilidad y que ésta consiste en tener la capacidad diaria de cumplir con la palabra dada.
Las sentencias del juez poscolonial no construyen cronologías sino genealogías. Por eso huye de las citas jurisprudenciales que exponen como letanía los caminos trazados por otros tribunales sin dar cuenta del contexto en que se incubaron esas decisiones y que, además, no son obligatorias.
El juez poscolonial también esquiva el uso abusivo de citas de doctrina que, como un mantra intentan rellenar la falta de ideas y de genuinidad.
 No busca la verdad objetiva. Busca construir el mejor relato posible para convencer a todos los auditorios interesados y percibe que las herramientas epistémicas con las que se desarrolla el proceso son débiles y, en general, le pertenecen a las partes y las ayuda a encontrar la mejor manera de exhibir la verdad histórica posible. Pero esas fronteras las integra con la inmediación, la valoración de la conducta de los litigantes y las facultades y deberes que le otorgan las normas procesales. Conoce que los papeles son un mundo yermo y se apiada de quienes tiene por rutina creer que el conflicto está en un montón de hojas A4 sobre un escritorio.
El juez poscolonial tiene incorporado que el rigor no necesariamente es sinónimo de modelización y croquis, y se impone la inmediación como singladura de su labor porque, como dice Maria Zambrano, antes de definir hay que sentir y ver.
Convoca como alimento indispensable para su relato definitivo –la sentencia- la coherencia, la congruencia, la intertextualidad y la puesta en valor, en toda su dimensión axiológica, de las convenciones internacionales en materia de derechos humanos. A veces también, casi por casualidad, busca la belleza.




[1] Calamandrei, Piero; Elogio de los jueces; Librería “El Foro”, Bs.As., 1997; pag. 160.
[2] Ver Writh Mills; Poder, Política, Pueblo. Fondo de Cultura Económica, México, 1964; pág. 319 y ss.
[3] Idem.
[4] Korol, Claudia; La subversión del sentido común y los saberes de las resistencia; en Ceceña, Ana Esther (coordinadora); De los saberes de la emancipación y de la dominación; Clacso Libros; Bs. As., 2008; pág. 177 y ss.
[5] Gramsci señala que el sentido común es un concepto equívoco, contradictorio, multiforme, que referirse al sentido común como prueba de verdad es un contrasentido; precisa que cuando se indica que cierta verdad se ha tornado sentido común, es para indicar que se ha difundido más allá del límite de los grupos intelectuales, pero en ese caso no se hace otra cosa que una comprobación de carácter histórico y una afirmación de racionalidad histórica. En tal sentido, Gramsci, apunta tanto al carácter de normalizador del sentido común, cuanto a su contenido, al que define como un agregado caótico de concepciones dispares en donde se puede hallar lo que se quiera (Gramsci,  Antonio; El materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce; Nueva Visión; Buenos Aires, 2008; pág. 128 y ss.).
[6] Tapia, Luis; La reforma del sentido común en la dominación neoliberal y en la constitución de nuevos bloques históricos nacional-populares, en Ceceña, Ana Esther; ibídem;  pág. 103.
[7] Bourdieu, Pierre; La nobleza del Estado. Educación de elite y espíritu de cuerpo. Siglo XXI, 2013; Buenos Aires; pág. 17.
[8] Idem.
[9] Idem, pág. 18.
[10] Idem.
[11] Taruffo, Michele; Sobre las fronteras. Escritos sobre la justicia civil. Temis. Bogotá, 2006; pág. 1.
[12] Ibidem, pág. 2.
[13] Cfr. Lander, Edgardo; Ciencias sociales: saberes coloniales y eurocéntricos; en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales; Edgardo Lander (compilador); Clacso, Ediciones Ciccus, Bs. As., 2005; pág. 15 y ss.
[14] Idem.
[15] Idem.
[16] Idem.
[17] Monterroso, Augusto; El eclipse.
[18] Kush, La negación del pensamiento popular. Editorial Las cuarenta; Bs. As., 2008; pág. 69.
[19] Benjamin, Walter; Sobre el concepto de historia; en Estética y Política; Editorial Las cuarenta, Bs. As. 2009; pág. 144.
[20] Cfr.  Lander, Edgardo; op. cit.
[21] Idem.
[22] Idem.
[23] El éxito de un proyecto hegemónico no se establece según su capacidad de anular la oposición o el conflicto, sino según su capacidad de instituir el lenguaje en el cual el conflicto (inevitable) deberá desarrollarse (cfr. Grimson, Alejandro; Los límites de la cultura. Crítica de las teorías de la identidad. Siglo XXII, Bs. As., 2011; pág. 81).
[24] Locke, en su segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, concibe más concretamente ese derecho como derecho de propiedad, como propiedad privada, por una razón muy precisa. La propiedad para Locke es el derecho ante todo del individuo sobre sí mismo. Es un principio de disposición personal, de esta libertad radical. Y el derecho de propiedad también puede serlo sobre las cosas cuando resulte del ejercicio de la propia disposición del individuo no sólo sobre sí mismo, sino sobre la naturaleza, ocupándola y trabajándola. Es el derecho subjetivo, individual, el derecho que constituyen y que funda el derecho objetivo. El orden social, bajo esta concepción, responde a la facultad del individuo. No hay derecho legítimo fuera de esta composición. Y el discurso del propietario es el punto de partida de la concepción constitucional heredada (por ejemplo, n° 10 de El Federalista). Sólo la Constitución de 1949 contempló la función social de la propiedad.
[25] Problema presente en el debate entre Sepúlveda y Las Casas.
[26] Idem.
[27] Rainer Maria Rilke; Nuevos Poemas.
[28] Calamandrei, Piero; loc. cit., pág. 161.

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