Víctor
Trionfetti
Un juez
resuelve los problemas de la sociedad donde vive; de alguna forma, más cercana
o más lejana, ese juez resuelve cuestiones que lo involucran, que lo
interpelan, que lo circundan.
Aunque no lo
sepa, aunque sea indiferente, aunque su necedad lo proteja de percibir al
prójimo, los jueces son personas situadas en un tiempo y un lugar colectivo.
Ese juez, esa jueza, por supuesto.
¿Cuáles
son las visiones del mundo, los criterios hermenéuticos, los compromisos de
estos jueces? Hay muchas y diferentes clases de jueces y juezas.
Me voy a
centrar en describir un tipo ideal de juez al que voy a llamar poscolonial. Es
un juez ideal, pero no imposible. Hoy en día, hay en nuestro país jueces y
juezas que tienen los rasgos del juez poscolonial. Debería haber más; para eso
se requieren nuevos planes de estudios y nuevas formas de concursos judiciales.
Los cambios necesarios y más importantes no existen y no se avizoran en lo
inmediato.
Este artículo se
inspira en el pensamiento de Calamandrei cuando enseñó que “no basta que los magistrados conozcan a la
perfección las leyes escritas; sería necesario que conocieran perfectamente
también a la sociedad en que esas leyes tienen que vivir”.[1]
El
primer elemento que caracteriza al juez poscolonial es su lectura del mundo.
Esa lectura modifica sustantivamente su emotividad, formas de comprender y
define la cartografía de sus compromisos.
El
segundo elemento que define al juez poscolonial es el de estar hermanado con
los problemas, desafíos e historia de la región de Latinoamérica.
El
juez poscolonial argentino tiene en claro la pretensión de los vencedores por presentar
la historia como una epopeya, ocultando la violencia originaria de la etapa
fundacional y los auditorios excluidos o exterminados. Sabe de la violencia histórica
contra las clases populares, de los golpes de estados acompañados por acordadas
judiciales vergonzosas, sabe de la dictadura cívico-militar genocida, de los
proyectos neoliberales en la región, con millones de sueños y de vidas
derribadas por ese pensamiento.
No está comprometido con las instituciones, está
comprometido con las personas. Pero va más allá. Su compromiso es con el ser y
por eso incluye al mundo biofísico, porque sin éste, no hay persona ni
generaciones futuras.
El juez
poscolonial también se compromete con el Derecho, pero lo hace de una manera
especial. No con cualquier derecho, sino con las normas que desde el vértice
más eminente de la estructura deóntica defienden al ser. Porque el juez
poscolonial está comprometido con los Derechos Humanos. Lee inercialmente el
Derecho de arriba hacia abajo pues su trabajo es auditar la validez. Y validez
es vigencia de la jerarquía de fuentes. Fuentes que hoy defienden al ser y no
cualquier jerarquía.
Trabaja a
diario para que lo instituido ceda paso a lo instituyente.
El juez
poscolonial sabe que los hombres viven en mundos de segunda mano[2],
advierte que sabe mucho más de lo que ha experimentado personalmente y que su
propia experiencia es la mayor de las veces indirecta, que la calidad de su
vida está determinada por los significados que ha recibido de otros; que los
hechos sólidos no son accesibles sino a través de relatos; sabe que su
experiencia es seleccionada por significados estereotipados y modelada por
interpretaciones prefabricadas.
El juez
poscolonial sabe, y está alertado y alerta, de que sus imágenes del mundo y la
de sí mismo le ha sido dada por multitudes de testigos que jamás ha visto y que
jamás conocerá. Pero por ser poscolonial, sabe -y siente- que no es prisionero
de esa situación sino que es la base misma de sus posibilidades y de su sentido.
Ha logrado derrotar la narrativa que le sustrae la capacidad de autoestima.
El juez
poscolonial comprende que los significados organizan nuestro conocimiento, que ellos
conducen de manera habitual nuestras percepciones más superficiales, generan
prejuicios y los fijan y establecen cómo decidimos algo cotidiano o la
trayectoria de toda una vida. Porque como indica Mills al referirse a lo que él
denomina aparato cultural, “cada hombre
depende progresivamente de los puestos de observación, los centros de
interpretación y los depósitos de información que se establecen en la sociedad
contemporánea”[3].
El juez
poscolonial cuenta con sólidas defensas contra el malinchismo. Es un juez
plural, sólo que no es idiota porque sabe que no hay, como dice Primo Levi,
vanidad mayor que esforzarse en tragarse entero los sistemas morales fabricados
por los demás, bajo otros cielos.
Por todo esto,
el juez poscolonial lucha diariamente contra el sentido común, que es
básicamente conservador y que actúa como naturalizador de las diversas
opresiones.[4]
El juez
poscolonial lucha contra el sentido común que obstaculiza los procesos
colectivos emancipatorios, que modela subjetividades de unos y de muchos.
Porque el juez poscolonial sabe que la lucha por el derecho es, ante todo, una lucha
cultural, una lucha de significados.
El sentido
común es un elaborado artilugio social que, a partir de un conjunto de
creencias, organizan de modo predominante las relaciones intersubjetivas que
quedan sustraídas de todo tipo profundo y radical de cuestionamiento,
produciendo certidumbre y previsibilidad. Es decir, reproducen y legitiman un
orden social.[5]
El sentido
común también ordena los hechos sociales y, por lo tanto, se vincula con la
memoria y con la pautas de valoración.[6]
El sentido común es una auténtica fábrica de sonámbulos semióticos: se mueven,
pero duermen.
Bourdieu,[7]
nos recuerda que los dominados siempre contribuyen a su propia dominación y que,
las disposiciones que los inclinan a esta complicidad, son también efecto
incorporado de la dominación. Marx expuso esto a través del concepto de
alienación.
La violencia
simbólica es una forma de coacción que no puede ejercerse si no se cuenta con
la complicidad activa, lo cual no significa consciente y voluntaria, de
aquellos que la padecen[8]
y que están determinados, porque están privados de una libertad fundada en una
toma de conciencia auténtica y no inoculada.
La lucha primordial
del juez poscolonial es respecto de las pautas de lectura y escrutinio jurídico
que se le han enseñado y que en forma permanente lo interpelan para que las
acate. Sabe que la hermenéutica, como explicó George Steiner, comparte
fronteras con la ética.
Huye de las
lecturas axiomáticas, memorísticas y apoyadas en la falacia de autoridad. Ese sedimento
discursivo es regurgitado una y otra vez en novedosos y anacrónicos posgrados.
El juez poscolonial es inmune a esos relatos y
a los discursos montados por los que estafan con el progresismo y con una
supuesta actitud crítica, que es sólo un frontispicio opaco que adorna lo que
el adorno oculta, es decir, la nada.
El juez
poscolonial se rebela contra ese orden consolidado y sin sorpresas producto de
esa “complicidad originaria entre las
estructuras cognitivas y las estructuras objetivas que las producen”.[9]
Su combate tiene entre sus oponentes más inmediatos los significados
establecidos por los “agentes
involucrados en el campo universitario, en cuyas filas se forman casi
inevitablemente aquellos que, escribiendo sobre el poder –e incluso sobre la
“servidumbre voluntaria”- se piensan espontáneamente como excepciones de sus
propios análisis”.[10]
El juez
poscolonial está erguido y protegido de los guardianes del saber, de los
troqueladores de la realidad, de aquellos límites “dentro de los cuales se
recluyen los cultores de una (verdadera o pretendida) ciencia, cuando quieren
erigirse en cultores de un saber que ellos entienden puro y cristalizado
posiblemente in aeterno, y buscan
protegerlo de lo otro, o sea de todo
lo que está más allá del límite y podrían perturbar el pacifico sueño de quien
está de este lado del límite”.[11]
Enseña derecho logrando superar el patoviquismo académico. Porque como se ha
dicho: “Cosas de este tipo acaecen, con
toda probabilidad en todos los ramos del conocimiento en los cuales se
incrustan castas académicas, concursos universitarios, empresas editoriales,
distribuciones de dinero y de prebendas de la más diversa índole […] y allí se
encierran con triple llave, resistiendo impávidos el canto de las sirenas que
llaman a otras tierras, otros mares, a otros pensamientos y a otras aventuras
de la mente”.[12]
El juez
poscolonial se puede permitir enseñar derecho porque lo práctica. Su profesión
no transcurre en un gabinete. Oficia de artesano en resignificar el conflicto,
si ello es conducente, o en exponerlo con crudeza, cuando la impunidad lo
ofende; y todos los días se enfrasca en esos problemas humanos sin intentar
mirarlos como si estuviesen en un tubo de ensayo.
El juez
poscolonial comprende que lo que debe resolver, la mayor de las veces, trata del
dolor. Por eso su enseñanza es vital y no de rebuscada fórmula. No hace de la
investigación un “paper”, sino una
transformación de la realidad concreta. Está en el mundo, no en el simposio.
El juez
poscolonial jura por una Constitución que, aun con muchas deudas pendientes, dejó
de ser un texto que permita la crueldad. Prefiere interpretar que nuestra
Constitución ha neutralizado su liberalismo decimonónico y que nunca fue
neoliberal.
El neoliberalismo, como bien lo sabe el juez
poscolonial, no puede ser confrontado y debatido como una teoría económica,
sino como un discurso hegemónico vanguardia de un modelo civilizatorio.[13]
Logra descubrir que el neoliberalismo es una síntesis, una condensación que
expresa los presupuestos y valores de una sociedad liberal moderna en torno al
ser humano, a la riqueza, la naturaleza, la historia, el progreso, el
conocimiento y la buena vida.
Por eso, el
juez poscolonial, tiene como estrategia no confrontar las propuestas
neoliberales desde el campo económico, porque incluso esta disciplina, la
economía, asume en lo fundamental la cosmovisión liberal. Ese discurso, sólo
tiene una topografía privilegiada: el mercado. El juez poscolonial tiene otra
cartografía que lo lleva a la defensa del ser y elude o subordina al inframundo
el bazar de las transacciones.
El juez
poscolonial sobradamente comprende que el pensamiento liberal, avalado por uno
de sus hijos, el pensamiento científico moderno, ha contribuido profundamente a
la naturalización de las relaciones sociales.[14]
Percibe que la sociedad llamada hoy “moderna” busca ser impuesta como si fuese
la expresión de tendencias espontáneas, naturales del desarrollo histórico de
la sociedad. Esa sociedad sería un punto de llegada, un modelo civilizatorio
único, globalizado y universal que, incluso, hace innecesaria la política en la
medida que no habría alternativas posibles a ese modo de vida.[15]
El juez
poscolonial recorre las góndolas del saber pero es un comprador crítico y
selectivo. Está prevenido de que adentro de la apelmazada y caótica bolsa de
saldos de jurisprudencia extranjera –el fallo Marbury es un buen ejemplo- la fuerza hegemónica del pensamiento
neoliberal y su capacidad de presentar su propia narrativa histórica como el
conocimiento objetivo, científico, universal y correcto, además de ofrecer su
visión de la sociedad moderna como la forma más avanzada de la experiencia
humana, está sustentada en condiciones histórico-culturales específicas.[16]
El juez poscolonial no sucumbe ante la capacidad primordial de esa narrativa de
presentarse y constituirse en el sentido común de la sociedad moderna.
Conoce la
existencia de un tipo de relato que auspicia que la filosofía nació en Grecia
antigua, pero también contrasta esa narrativa con aquella que nos refiere que en
tiempo precolombinos “…los indígenas
recitaba sin ninguna inflexión de voz, sin prisa, una por una, las infinitas
fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos de
la comunidad maya habían previsto y anotado en sus códices sin la valiosa ayuda
de Aristóteles”[17].
Comprende que
la historia de América no es de evolución sino de explotación, de exterminio y
de significados prestados y por eso busca lo auténtico en el ser y no “detrás del telón de los utensilios”.[18]
Por eso el
juez poscolonial se sabe sujeto situado, pero se sabe también sujeto erguido.
El juez
poscolonial tiene la robustez intelectual y moral para confrontar con una
sociedad en donde el conflicto es un epifenómeno de la polisemia, de la
desigualdad y de auditorios aun no convocados a contar su historia. Está
predispuesto, en la medida de sus fuerzas, a que esos conflictos no se vuelvan
radicales ni destruyan la circularidad de los sentidos. También intenta
legitimar aquellos auditorios cuyas voces no encuentran justicia.
El juez
poscolonial despliega una actividad orientada a socavar las naturalizaciones y
lo universal, cuando estos dispositivos “se
nutren de la imagen de los antepasados sometidos y no del ideal de los nietos
liberados”.[19]
Tiene por oficio deconstruir esos montajes para empoderar a los hundidos.
El juez
poscolonial es consciente, lucidamente consciente, de las marcas ficcionales
que por sucesivas separaciones y clasificaciones han definido lo que se llama
“lo real”.[20]
Está al tanto de la genealogía de los diferentes nichos que se denominan
“saberes” y de la articulación de éstos para la organización del poder,
especialmente en las relaciones centro/periferia y como, a través de estas se
constituye “el mundo”.
El juez
poscolonial logra apreciar la fisura ontológica que estableció la modernidad
eurocéntrica entre lo biofísico, lo humano y lo supranatural; sabe que esa
hendidura no existía en el saber de los pueblos precolombinos. Por ello logra
reconocer, o al menos vislumbrar, las profundas diferencias, además de las
históricas, que nuestro actual sistema jurídico tiene con el sistema jurídico
que sirve de espejo en la enseñanza de las academias y universidades, donde
términos como eficiencia, costo, ponderación, etc., enmalezan la comprensión de
los fenómenos jurídicos. Sabe que lo económico está subordinado a lo político y
no altera esas premisas.
Puede ver
en los relatos de occidente el fundamento de las formas particulares de conocer
y del hacer tecnológico. El primero de esos grandes relatos es judeo-cristiano
y produce una separación sustantiva entre Dios (lo sagrado), el hombre
(lo humano) y la naturaleza. Dios creo el mundo, de manera que el mundo mismo
no es Dios, por lo tanto el mundo no se considera sagrado, a diferencia del
hombre que fue hecho por Dios a su imagen y semejanza. Se instaura, así, la
legitimación del hombre sobre el mundo. El hombre señor de la naturaleza.[21]
Notable, porque a diferencia de la mayor parte de otros sistemas religiosos,
las creencias judeo-cristianas no contienen inhibiciones al control de la
naturaleza por el hombre. Los pueblos originarios de América no tenían esa
visión antropocéntrica utilitaria.
Al juez
poscolonial le consta que ese relato se refuerza con la Ilustración y con el
desarrollo de las ciencias modernas cuando se sistematizan y multiplican las
separaciones anteriores (lo divino, lo humano y lo natural). La ruptura ontológica entre razón y mundo quiere
decir que el mundo ya no es un orden significativo, está expresamente muerto.[22]
Es un mundo
sin espíritu, sólo poblado de conceptos y representaciones de la razón, un
mundo que calcula, que cuenta, que contabiliza.
El juez
poscolonial nota, que sólo sobre la base de estas separaciones, es concebible
un tipo muy particular de conocimiento que pretende ser des-subjetivizado y con
pretensiones, por lo tanto, de resultar objetivo y universal. Separaciones que
se radicalizan con una creciente escisión entre la población general y el mundo
de los especialistas y expertos. Hoy en día, esa escisión es más profunda con
los monopolios de opinión y de construcción de sentido, multimedios, que como
un ejército de ocupación semiótica intentan conservar y definir lo que es
sentido común y norma, por vía de saturación y simplificación de mensajes.[23]
Hoy casi todo se conoce a través de la
sintaxis del jingle o en 144 caracteres. Mayor profundidad paraliza. En el
derecho, ese mundo muerto se expresa en la formalización, en las teorías resuelveproblemas, como si con una
pipeta deóntica y unos cuantos conectores lógicos se pudiera dar cuenta de
todas las texturas, nervaduras y pliegues de los conflictos jurídicos y del
dolor que contienen.
El juez
poscolonial conoce del mal absoluto por Auschwitz y del holocausto judío, pero
también sabe que los genocidios no se han detenido y que comprenden diferentes
latitudes; sabe de Hiroshima y Nagasaki, del agente naranja, del napalm, de
Guantánamo y de Abu Ghraib; sabe del Plan Cóndor, del CDC Olimpo y de los
vuelos ominosos. Sabe, además, que la pobreza estructural, también puede
ocultar un genocidio sólo que se naturaliza porque a los pobres no los matan
las bombas o machetes, sino la miseria que se nota poco desde una burbuja de
opulencia.
El juez
poscolonial sabe que no hay una ciencia objetiva, una moral universal o una ley
autónoma.
Sin embargo,
no es un relativista recalcitrante. Porque el juez poscolonial valora el ser.
Pero está prevenido de construir algo universal desde una experiencia
particular, porque eso es lo que ha impuesto el eurocentrismo. El juez
poscolonial tiene como utopía la convergencia de las singularidades pero no los
universalismos no-universales, que son siempre excluyentes y crueles, pues su
plataforma termina siendo lo absoluto y construyendo, de esa forma, a los
“Otros”, es decir, los prescindibles, los enemigos, los que no son humanos.
El juez
poscolonial sabe que la existencia del derecho individual en su génesis
lockiana fue negar el derecho colectivo.[24]
El juez
poscolonial sabe que frente a los aborígenes el derecho subjetivo es un
artilugio para privar de derecho.[25]
Ello es así porque el indígena no puede mantener su propio orden ya que no
tiene ningún sitio, salvo que se muestre dispuesto a abandonar completamente
sus costumbres y deshacer enteramente sus comunidades para conseguir integrarse
al único mundo constitucionalmente concebible, es decir, atado al derecho de
autonomía individual y de propiedad privada. Es lo que en el ámbito cultural se
denomina universalismo excluyente: para establecer un orden de derechos
universales de los seres humanos, hay que negar el derecho de la mayoría de
ellos[26]
(70 millones de indígenas fueron exterminados en la conquista de América).
El juez
poscolonial argentino comprende que dentro del proyecto eurocéntrico y
norteamericano, nos fue asignado el papel de país agroexportador periférico,
construido no con la dialéctica de civilización o barbarie, sino con la
barbarie de la civilización. Por ello, la reforma constitucional de 1994 tomó
nota, con vergonzoso atraso, de un auditorio omitido en la etapa funcional de
la organización político-jurídico de la Nación: los pueblos originarios.
El juez
poscolonial tiene en claro que el preambular “Nos los representantes del Pueblo” sólo incluyó a los varones,
ricos, alfabetizados y blancos. Un nicho enunciativo desde el cual se ocluyó al
resto de los auditorios para decidir los fundamentos de la Patria. Violencia
fundacional diría Benjamín.
El juez
poscolonial se percata de las imágenes que le arroja el lugar en donde vive, de
sus contrastes y desigualdades; sabe de aquellos que lo único que tienen para vender es el hueco de su mano.[27]
El juez
poscolonial presta mucha atención a la Historia. Sabe que con ella se modela la
memoria y la identidad colectiva; con la Historia se carga de significados
nuestra vida y se legitiman proyectos diversos. Por eso sabe que la Historia
Universal no es la historia de Europa. Conoce el Angelus Novus y el huracán que llamamos progreso. Pero tiene
energías suficientes para creer en la transformación de los privilegios en
derechos y en los proyectos colectivos regionales, emancipatorios y populares.
Como enseñara Franz Fanon, el juez poscolonial
sabe que estar dominado no significa estar domesticado.
El juez
poscolonial, muy lejos de adaptarse al mundo, intenta transformarlo; siente que
de lo contrario traicionaría su juramento, aquel que lo comprometió ante normas
que buscan una facticidad menos cruel y una sociedad inclusiva. Agradece a
Freire por haberle señalado que el mundo no es, que el mundo está siendo; eso
le da esperanzas y fuerzas. Se sabe sujeto condicionado, no determinado, por
eso cree en algo que siente y que llama justicia.
El juez
poscolonial es un juez presente en el tribunal. Está fenomenológica y
jurídicamente en el tribunal. Combina compromiso con capacidad técnica. Conoce
los procesos en que le toca decidir desde la etapa introductoria y por eso
puede gestionarlos. Es defensor de la oralidad porque lo acerca al problema
humano, al conflicto y le permite, en ese formato dúctil que son las audiencias,
mostrar y demostrar; corregir y ser corregido; sentir, mirar, guardar silencio
para oír; oír para escuchar.
Tiene
incorporado eludir la brutalidad de los esquemas y no sucumbe ante el señuelo
de la simplicidad. Sospecha que la verdad es una decisión, no una constatación
y cree en la igual dignidad de las diferencias.
Es consciente
de la necesidad de registros fieles en el proceso y de que cada acto procesal
que se registra siempre omite algo. Le preocupan esas pérdidas acumulativas de
experiencias y por eso intenta conjurarlas con su inmediación.
Tales jueces,
los poscoloniales, saben que en el proceso no todo puede ser expresado, que las
personas vulnerables tienen diferentes vallas que traicionan y desdibujan la
forma en que podrían comunicar su dolor; el juez poscolonial sabe que ese
problema también parte de él mismo y su visión de clase, de su comodidad de
vida y de las circunstancias amables que rodean su cotidianeidad y que
provocan, muchas veces, abismos de insensibilidad, de falta de atención, de
desinterés y hasta de pereza en escuchar “los mismos problemas de siempre”,
problemas que nunca son iguales pues le suceden a personas concretas; no hay
homogeneidad en el sufrimiento. Por eso el juez poscolonial asume que su camino
profesional tiene por desafío inclaudicable no deshumanizarse. Porque si eso
ocurre, dejará de ser un verdadero juez.
El juez
poscolonial comprende que los vulnerables no pueden ser oídos, no porque no
tengan voz, sino porque carecen de espacio de enunciación. Esas subjetividades
tienen ante sí un muro institucional que las bloquea. Esta situación demanda
que el juez poscolonial busque enérgicamente descentrar su posición
hermenéutica ortodoxa para aprehender los problemas desde el punto de vista de
quienes tienen censurado, social e institucionalmente, la exhibición de su
dolor y porque, como dice Freire, generalmente los “dueños del mundo sólo se ven a sí mismos”.
El juez
poscolonial opta, como los viejos médicos, por ver y hablar con los pacientes y
no basarse exclusivamente en un diagnóstico de imágenes, interfaces y
vademécum. Tampoco renuncia a los adelantos técnicos, pero no son su fetiche.
El juez
poscolonial tiene muy presente las reglas de competencia y evita los excesos
verbales y los paternalismos insuflados, pero cuando considera justo el reclamo
de un vulnerable no se detiene en la declaración de certeza jurídica, sus
dispositivos apuntan a que la declaración del derecho cuente con herramientas para
lograr una transformación del estado de cosas que constata injustas y no es –en
absoluto- esa clase de “juez que, para
salvar la jurisprudencia, está dispuesto a que los inexorables engranajes de la
lógica destrocen a un hombre vivo”.[28]
No debería sorprender esto de la Justicia, pues al lado de la mano que sostiene
la balanza hay otra que empuña la espada.
El juez
poscolonial entiende por validez la fuerza normativa de la Constitución y de la
costumbre internacional. No se pregunta acerca de si es posible el control de
constitucionalidad de oficio, ya resolvió ese interrogante cuando decidió jurar
por la Constitución. También persevera en el control de oficio de
convencionalidad.
Sabe que aquel
juramento está inexorablemente atado a su responsabilidad y que ésta consiste
en tener la capacidad diaria de cumplir con la palabra dada.
Las sentencias
del juez poscolonial no construyen cronologías sino genealogías. Por eso huye
de las citas jurisprudenciales que exponen como letanía los caminos trazados por
otros tribunales sin dar cuenta del contexto en que se incubaron esas
decisiones y que, además, no son obligatorias.
El juez
poscolonial también esquiva el uso abusivo de citas de doctrina que, como un mantra
intentan rellenar la falta de ideas y de genuinidad.
No busca la verdad objetiva. Busca construir
el mejor relato posible para convencer a todos los auditorios interesados y
percibe que las herramientas epistémicas con las que se desarrolla el proceso
son débiles y, en general, le pertenecen a las partes y las ayuda a encontrar
la mejor manera de exhibir la verdad histórica posible. Pero esas fronteras las
integra con la inmediación, la valoración de la conducta de los litigantes y
las facultades y deberes que le otorgan las normas procesales. Conoce que los
papeles son un mundo yermo y se apiada de quienes tiene por rutina creer que el
conflicto está en un montón de hojas A4 sobre un escritorio.
El juez
poscolonial tiene incorporado que el rigor no necesariamente es sinónimo de
modelización y croquis, y se impone la inmediación como singladura de su labor
porque, como dice Maria Zambrano, antes de definir hay que sentir y ver.
Convoca como
alimento indispensable para su relato definitivo –la sentencia- la coherencia,
la congruencia, la intertextualidad y la puesta en valor, en toda su dimensión
axiológica, de las convenciones internacionales en materia de derechos humanos.
A veces también, casi por casualidad, busca la belleza.
[1]
Calamandrei, Piero; Elogio de los jueces;
Librería “El Foro”, Bs.As., 1997; pag. 160.
[2]
Ver Writh Mills; Poder, Política, Pueblo.
Fondo de Cultura Económica, México, 1964; pág. 319 y ss.
[3] Idem.
[4]
Korol, Claudia; La subversión del sentido
común y los saberes de las resistencia; en Ceceña, Ana Esther
(coordinadora); De los saberes de la
emancipación y de la dominación; Clacso Libros; Bs. As., 2008; pág. 177 y
ss.
[5]
Gramsci señala que el sentido común es un concepto equívoco, contradictorio,
multiforme, que referirse al sentido común como prueba de verdad es un
contrasentido; precisa que cuando se indica que cierta verdad se ha tornado
sentido común, es para indicar que se ha difundido más allá del límite de los
grupos intelectuales, pero en ese caso no se hace otra cosa que una
comprobación de carácter histórico y una afirmación de racionalidad histórica.
En tal sentido, Gramsci, apunta tanto al carácter de normalizador del sentido
común, cuanto a su contenido, al que define como un agregado caótico de
concepciones dispares en donde se puede hallar lo que se quiera (Gramsci, Antonio; El
materialismo histórico y la filosofía de Benedetto Croce; Nueva Visión;
Buenos Aires, 2008; pág. 128 y ss.).
[6]
Tapia, Luis; La reforma del sentido común
en la dominación neoliberal y en la constitución de nuevos bloques históricos
nacional-populares, en Ceceña, Ana Esther; ibídem; pág. 103.
[7] Bourdieu,
Pierre; La nobleza del Estado. Educación
de elite y espíritu de cuerpo. Siglo XXI, 2013; Buenos Aires; pág. 17.
[8]
Idem.
[9]
Idem, pág. 18.
[10]
Idem.
[11]
Taruffo, Michele; Sobre las fronteras.
Escritos sobre la justicia civil. Temis. Bogotá, 2006; pág. 1.
[12]
Ibidem, pág. 2.
[13]
Cfr. Lander, Edgardo; Ciencias sociales:
saberes coloniales y eurocéntricos; en La
colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales; Edgardo Lander (compilador);
Clacso, Ediciones Ciccus, Bs. As., 2005; pág. 15 y ss.
[14]
Idem.
[15]
Idem.
[16]
Idem.
[17]
Monterroso, Augusto; El eclipse.
[18]
Kush, La negación del pensamiento popular.
Editorial Las cuarenta; Bs. As., 2008; pág. 69.
[19]
Benjamin, Walter; Sobre el concepto de
historia; en Estética y Política;
Editorial Las cuarenta, Bs. As. 2009; pág. 144.
[20] Cfr. Lander, Edgardo; op. cit.
[21] Idem.
[22]
Idem.
[23]
El éxito de un proyecto hegemónico no se establece según su capacidad de anular
la oposición o el conflicto, sino según su capacidad de instituir el lenguaje
en el cual el conflicto (inevitable) deberá desarrollarse (cfr. Grimson,
Alejandro; Los límites de la cultura.
Crítica de las teorías de la identidad. Siglo XXII, Bs. As., 2011; pág.
81).
[24]
Locke, en su segundo Tratado sobre el
Gobierno Civil, concibe más concretamente ese derecho como derecho de
propiedad, como propiedad privada, por una razón muy precisa. La propiedad para
Locke es el derecho ante todo del individuo sobre sí mismo. Es un principio de
disposición personal, de esta libertad radical. Y el derecho de propiedad
también puede serlo sobre las cosas cuando resulte del ejercicio de la propia
disposición del individuo no sólo sobre sí mismo, sino sobre la naturaleza,
ocupándola y trabajándola. Es el derecho subjetivo, individual, el derecho que
constituyen y que funda el derecho objetivo. El orden social, bajo esta
concepción, responde a la facultad del individuo. No hay derecho legítimo fuera
de esta composición. Y el discurso del propietario es el punto de partida de la
concepción constitucional heredada (por ejemplo, n° 10 de El Federalista). Sólo la Constitución de 1949 contempló la función
social de la propiedad.
[25] Problema
presente en el debate entre Sepúlveda y Las Casas.
[26]
Idem.
[27]
Rainer Maria Rilke; Nuevos Poemas.
[28]
Calamandrei, Piero; loc. cit., pág. 161.
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